Cementerio de la Iglesia Presbiteriana Westminster, Baltimore. Nueve de octubre (1849).
Tan sólo cuatro condescendientes almas han asistido al sepelio.
Horas más tarde, el príncipe de los poetas malditos yace al abrigo de las nebulosas sombras de la noche, abandonado a su infausto destino por aquellos a los que un día amó, bajo la húmeda, fragante tierra tapizada de hojas muertas, de la ciudad que asistió a su última orgía de alcohol...
Una fantasmal silueta, lánguida, nívea, envuelta en negra seda, se arrodilla frente al montículo de tierra recientemente allanado. Las lágrimas queman, trémulas, sus mejillas, deslizándose inquietas bajo la liviana tela del velo...
"No estás solo, Edgar... estoy aquí..."
El incesante, atronador graznido de una estremecedora ave cuyo brillante plumaje semeja el ébano, resuena hiriente en la soledad de la noche. Repite sin cesar, una y otra vez, su mortal letanía ("Nunca más..."), impidiendo a la mujer escuchar -como si de una de las pavorosas creaciones de su amado bajo el influjo del opio se tratara-, el agónico, febril estertor, de la lucha contra la madera, ahí abajo.
¡Que bárbaro! :)
ResponderEliminarGracias.
EliminarSaludos.