

(Blog dedicado a la novela vampírica "Lágrimas de una eternidad carmesí" y al libro de relatos "Fantasmagoría", de José Luis Romero Campillos).
Un escalofrío recorre, insidioso, mi espina dorsal...
Sé que no hay nadie más aquí. Estoy solo en este caserón.
Me sitúo, desconcertado, frente a una de las desvencijadas paredes, allí donde un golpe seco ha puesto en alerta mis sentidos. Mi pulso se desboca...
Observo atónito, aterrado, mi imagen pulcramente enmarcada frente a mí, ahí, al otro lado... ésta me devuelve una mirada fría, extraña, quizás sorprendida... el filo de un enorme cuchillo, impregnado en su extremo de un negruzco y espeso fluido escarlata, relampaguea en su trémula mano derecha... la sangre -húmeda, viscosa, obscena...-, cubre también sus gastados ropajes.
De pronto lo entiendo todo...
Aunque jamás hube dado crédito a esa absurda teoría, debo admitirlo, era cierta...
Existen...
Ése de ahí, el que me mira desconcertado, es mi “doppelgänger” (mi "doble"), pues lo que hay delante de mi no es un espejo, ni aquel que está frente a mí, al otro lado de la ventana, usurpando mi rostro, mis facciones, mi cuerpo, soy yo...
Cementerio de la Iglesia Presbiteriana Westminster, Baltimore. Nueve de octubre (1849).
Tan sólo cuatro condescendientes almas han asistido al sepelio.
Horas más tarde, el príncipe de los poetas malditos yace al abrigo de las nebulosas sombras de la noche, abandonado a su infausto destino por aquellos a los que un día amó, bajo la húmeda, fragante tierra tapizada de hojas muertas, de la ciudad que asistió a su última orgía de alcohol...
Una fantasmal silueta, lánguida, nívea, envuelta en negra seda, se arrodilla frente al montículo de tierra recientemente allanado. Las lágrimas queman, trémulas, sus mejillas, deslizándose inquietas bajo la liviana tela del velo...
"No estás solo, Edgar... estoy aquí..."
El incesante, atronador graznido de una estremecedora ave cuyo brillante plumaje semeja el ébano, resuena hiriente en la soledad de la noche. Repite sin cesar, una y otra vez, su mortal letanía ("Nunca más..."), impidiendo a la mujer escuchar -como si de una de las pavorosas creaciones de su amado bajo el influjo del opio se tratara-, el agónico, febril estertor, de la lucha contra la madera, ahí abajo.